Por eso nunca olvidaré el día en que, con mi niño más pequeño en brazos, escuché al doctor decirme que mi niño grande tenía autismo. En ese momento todo se detuvo. Era como si las palabras hubieran caído en cámara lenta, pero el impacto fue inmediato. Mi mente estaba en blanco, mis manos temblaban mientras sostenía al más chiquito, y mi corazón se partía pensando en el mayor.
Pero lo que vino después fue aún más duro: el doctor me explicó que, por tener ya un niño con autismo, las probabilidades aumentaban para el más pequeño. Sentí un vacío en el pecho, un miedo enorme… una mezcla de incertidumbre, tristeza y culpa, aunque sé que como madres no tenemos la culpa de nada. Aún así, duele. Duele aceptar un diagnóstico. Duele no saber qué pasará. Duele pensar en el futuro de ambos. Y duele muchísimo esa espera silenciosa de “solo el tiempo dirá”.
Con el paso de los días, fui observando al chiquito con más atención. Analizaba cada gesto, cada mirada, cada reacción. Y, aunque no veía señales de autismo en él, seguía sintiendo esa carga interna: la culpa por no poder ser suficiente para el mayor, por no poder dividirme en dos, por no poder darle toda la atención que necesitaba mientras cuidaba del bebé. Es una carga emocional que solo las mamás entendemos, esa lucha constante entre el amor, el miedo y el deseo de hacerlo todo bien.
Aun así, dentro de todo, algo hermoso estaba pasando: mi niño grande comenzó a mejorar con sus terapias, con su rutina y también gracias a la presencia de su hermanito. El amor que existía entre ellos era y es un motor increíble. El pequeño veía, imitaba, aprendía y avanzaba enormemente. Pero esa imitación tenía dos caras. No solo repetía lo positivo: también imitaba conductas y comportamientos del mayor que estábamos trabajando en terapia para mejorar. Y aunque la terapeuta y yo intentábamos guiarlo, redirigirlo y enseñarle otras formas de responder, no siempre era sencillo. En otro blog contaré en detalle cuáles eran esos comportamientos del mayor, porque sé que muchas mamás se sentirán identificadas.
Llegó un punto en que escuché a mi corazón y tomé una decisión: pedir una cita con el neurólogo para el más pequeño. No porque estuviera segura de algo, sino porque quería orientación, herramientas y consejos profesionales para saber cómo apoyarlo desde ahora —ya sea por la imitación de conductas, por el mal comer o simplemente porque quiero acompañarlo lo mejor posible desde su crecimiento. Sentí que era lo correcto, que era necesario para estar tranquila como mamá y para ofrecerles lo mejor a mis dos niños.
Ahora estoy en esa fase de espera que tanto pesa. Esa espera donde una mamá se hace mil preguntas, donde tratas de mantenerte fuerte, positiva y paciente. Y aunque al día de hoy mi niño pequeño no presenta señales, en mi corazón sé que, si algún día llegaran a darme un diagnóstico para él, sería otro giro fuerte, un cambio de 360, una nueva etapa. Pero también sé que el amor que tengo por ellos es más grande que cualquier diagnóstico. No faltaría jamás el apoyo, la entrega, la constancia ni las fuerzas. Ya lo he demostrado, y lo seguiré haciendo. Porque ambos son mi motor, mi impulso, mi razón de ser.
Pronto sabré qué me dirá el neurólogo respecto al más chiquito, y lo compartiré. Mientras tanto, sigo respirando profundo, confiando en el proceso y recordando que pase lo que pase, lo más importante es celebrar cada pequeño avance, cada logro, cada sonrisa, cada pasito de nuestros niños. Porque ellos son nuestros bebés, nuestra luz, y lo único que realmente importa es acompañarlos con amor en cada etapa de su camino.

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